19 noviembre 2005

La evasión

La apabullante realidad se presenta de modo cotidiano ante nuestros ojos, la imperiosa necesidad de subsistir, a pesar de la razón, nos obliga a buscar los satisfactores necesarios: comida, vestido y vivienda; luego satisfecho esto quedamos obligados al ocio. Hay distintas teorías sobre el desarrollo del ser social del hombre, del porque la inteligencia humana ha sobresalido entre la de los demás seres vivos, pero no importa cual sea el modo, la razón o el fin. La realidad es que no lo sabemos, sólo nos queda la fe y la esperanza de creer que existe una razón para la vida y aún peor, para vivir.

Esos instantes en los que el hombre se encuentra solo consigo mismo, en los que puede escuchar su pensamiento, en los que el silencio abruma la mente y sólo queda pensar, pensar... ¿en que? En lo irremediable, en la existencia; en el sentido y los fines de las acciones, de las cosas y del instinto, ya saciada el hambre sólo queda esperar a que se vuelva a sufrir para volverla a saciar, ya cubiertos del frío sólo basta esperar el verano y preocuparnos nuevamente por el invierno, ya encontrada la casa se necesita de nueva cuenta mantenerla en buen estado.

Marxistamente hablando, ya satisfecha una necesidad sólo queda el esperar el sufrir la siguiente para saciarla. Necesidad tras necesidad, día tras día, momento tras momento encontramos una nueva manera de evadirnos del buscar una respuesta concreta, certera y definitiva a nuestra existencia. La evasión sólo constituye el mecanismo que lleva a la acción y nos aleja del silencio de la mente, del espíritu curioso de si mismo y de la falsa esperanza de que un dios nos conceda gracia eterna en la siguiente vida. Los placeres sensitivos inundan la mente de sensaciones que nos evaden de la búsqueda de la respuesta. Los placeres estéticos supuestamente engrandecen el alma, pero la contemplación no basta para saciar nuestra máquina devoradora de miedos e interrogantes que es la mente humana.

La mediocridad y el conformismo no son sinónimos de satisfacción, aquel que hace consiente su mediocridad y en ella intenta ser feliz sin superarla sólo justifica su falta de voluntad para encontrar los activadores internos que lo lleven a crecer, a crear y a seguir. No es la vaga idea del progreso en la que más y mejor significan pleno, no, no es el perfeccionamiento lo que lleva a la vanidad, sino al contrario.

Sólo nos queda la idea de la trascendencia, pero no hacia a fuera, sino hacia adentro, el íntimo sentido de satisfacción personal al haber vencido el vicio interno de la evasión y el miedo, de la incertidumbre, la trascendencia histórica es finita, tal vez un par de épocas, de milenios según haya sido nuestro logro, permaneceremos en la memoria de nuestros congéneres, pero de ahí, sólo la nada, el vació infinito que contiene al universo, la fría muerte de la lápida o la urna, el momento final en que nada de lo hecho permanecerá, nada de lo escrito será vuelto a leer y nada de lo pensado tendrá validez, sólo el olvido. La trascendencia será un instante en la eternidad, tan breve como el último suspiro.

La nada, el vació y la nulidad de la efímera existencia, nada más que el silencio, no hay ilustres en la eternidad, no hay sabios en el universo, no hay vida más allá de la nuestra, sólo queda el silencio que abruma una mente más que se intriga en buscar la respuesta a la eterna pregunta que carcome el íntimo espíritu humano ¿cómo y para qué vivir?

08 noviembre 2005

La sesentona

El placer que produce la apreciación estética de la belleza es per se objetable, tal vez exista una percepción naturalista sobre la belleza, de lo agradable, de lo hermoso por si mismo; pero por otra parte también existe una visión “escolar” (que se forma en alguna escuela del pensamiento) donde lo bello se logra apreciar después de un proceso de aprendizaje y entrenamiento que prepara para la degustación de las expresiones y productos tanto humanos como naturales que potencialmente son bellos.

En la postura naturalista, todo lo humanamente aprovechable y proveedor de placer puede ser bello, bella es una fruta dulce que alimenta, bella es la laguna que alimenta y refresca, bella es una mujer joven y fértil que puede proveer hijos. Y en ese mismo tenor una alimaña ponzoñosa es repulsiva, un individuo físicamente desfigurado por nacimiento o por accidente que atente contra la permanencia de una especie sana también lo es. En la visión “escolar” un araña es bella por su configuración física, por sus habilidades y por la potencia de su veneno, una erupción volcánica es bella aun cuando la lava destruye pueblos enteros y mate gente.

Todo es cuestión de apreciación, es decir de un aprendizaje social o individual, la música "clásica" se aprende a distinguir apreciando los compases, las melodías y las armonías e igualmente la habilidad de los ejecutantes. A diferencia de la música tribal, donde los ritmos de tambores incitan a la violencia, a la pasión sexual y a la alegría por ser replicantes de sonidos y ritmos propios del cuerpo que no necesitan de interpretación alguna para distinguir el ánimo que desean proyectar, pues simplemente se sienten.

Entonces, en estas distinciones (la naturalista y la escolar) se puede analizar que el homicidio per se es aberrante y estéticamente desagradable en una visión naturalista, pues va en contra de la vida misma y del género, ello lo hace moral y socialmente reprobable. Pero ¿cabe la visión escolar donde dicho acto pueda ser estéticamente apreciable? por ejemplo la cacería ¿es estéticamente bella o repulsiva? Cuando es "deportiva" (es decir no cuando se caza por necesidad de sostenimiento de la vida) se realizar para disfrutar: la potencia del acecho sobre la presa, el predecir su comportamiento, el tenderle una trampa y el usar el arma correcta para que de modo certero su vida culmine por el acto propio. Claro que es estético "el arte de matar", pues la complejidad y sofisticación del acto es equiparable con el ejecutar una pieza maestra con perfección y maestría, es decir, todos pueden matar salvajemente a una presa o en defensa propia, todos pueden poner las manos sobre el piano e intentar ejecutar una pieza, pero muy pocos son virtuosos del instrumento y logran deleitar el oído con ello.

Luego sucede que un asesino serial puede desarrollar maestría en el arte de matar, sofisticar habilidades, usar herramientas, predecir movimientos y analizar comportamientos, sistematizar técnicas de muerte y de reducción de la evidencia, degustar la crueldad e imponerse metas y objetivos a superar, jugar contra el sistema de justicia y evitar ser descubierto, vivir vidas paralelas y nunca ser capturado. ¿¡Acaso no hay arte y sofisticación en ello!? El peor de los asesinos en una visión escolar ¿puede ser el mayor de los artistas? Yo creo que si, Hannibal Lecter, Jack el Destripador, el Mata Viejitas, (no importa si son ficticios o reales), etc., son artistas; al igual que los grandes toreros, como Silverio Pérez, Manolete, etc. que sofistican el arte de matar, que asedian a un animal que si bien no es indefenso y es perfectamente sano, no es equiparable en inteligencia al hombre. La fiesta brava es bella, porque sofistica una habilidad humana perversa, la de matar estéticamente. Si, si hay arte en el vestido de luces, en las habilidades del matador, en la potencia de los rejoneadores y de los picadores, en el sostenimiento e inversión en capital y trabajo para lograr tener una presa digna de ser matada, pues no tiene sentido matar a un becerro sin astas y debilucho; ¡no!, el reto es matar a un toro de lidia, harto bravo, fuerte e incluso más sano que cualquier humano, ese es el reto, ahí está la sofisticación ello es parte del arte y en efecto no cualquiera puede hacerlo; muchos han muerto en el intento y pocos se llevan sus medallas, sus rabos y sus orejas. Incluso pensando que el objetivo primordial no fuese el matar al toro, todo el proceso de la lidia es tortuoso para el animal.

Igualmente los asesinos más sofisticados conservan sus trofeos, orejas, narices, cabelleras o el cadáver completo en el sótano de una casa vieja, como cazador que trae del Africa una cabeza de león, un colmillo de elefante o el torero que conserva el rabo y las orejas, junto con la ovación de quienes gustosa y deleitantemente aprecian la estética de tan asombrosa arte que atenta contra la vida y que cuya estética es tan sofisticada como la de cualquier gran homicida.

Se han cumplido sesenta años de la inauguración de la Monumental Plaza México, donde han muerto miles de toros en un arte aberrantemente estético y donde algunos que han carecido de maestría han muerto como los asesinos que han sido atrapados, en una humillación pública al ser muertos (o atrapados) por su presa a causa de sus errores y falta de habilidad. Hoy cabe la pregunta, ¿se tiene como sociedad la calidad moral de reprobar a un gran asesino serial cuando se aplaude a un gran torero?

Aclaro que no es lo mismo un homicida que mata al calor de la embriagues o de la furia de los celos o de la humillación; tampoco aquel que mata por accidente o por violencia de algún tipo de baja pasión, sólo aquel que mata con arte y maestría es equiparable con aquel que torea con arte, pues no es lo mismo cundir a un cachorro a palos o matar a pedradas a un pájaro; que torear a un gran toro de lidia. Sólo hablo de la muerte sofisticada: de aquella que necesita escuela, tiempo y virtuosismo para ser ejecutada, aquella que necesita de un fino paladar para ser degustada. Aquella que los grandes intelectuales y opinólogos juzgan como bella, porque lo es, pero lo es desde el extremo opuesto a lo natural, lo es porque es en extremo cruel, aberrante y sofisticado. Una gran aberración, una gran erupción, un gran santuario a la muerte, el más potente veneno, todos ellos son tan bellos como el nacimiento de un ser hermoso, como la más hermosa flor, como el mejor de todos lo vinos o la mayor de la obras arquitectónicas.

¿La sesentona, un altar a la muerte o un espacio de arte?