17 mayo 2009

Herencias Culturales

Hace algunos años practicaba mi tour culinario, del que ya he hablado aquí, la realidad es que soy aficionado a comer en ciertos lugares no sólo por la comida, sino por la gente que los visita y la gente que los administra o cocina. Varios de estos lugares me fueron heredados por mis padres, mis abuelos y uno de mis tíos. Los tacos del Espartaco en 5 de mayo entre Bolívar e Isabel la Católica, es la herencia de mi tío Víctor; que tenía su despacho sobre Bolívar y cuando mi mamá y yo lo íbamos a visitar aprovechábamos y comíamos tacos ahí; el lugar existe todavía y que yo recuerde tiene 25 años que lo visito, los mismos señores que conocí de niño siguen ahí engordando panzas y sus carteras.

En la década de los 80 la variedad gastronómica de la Ciudad de México era pobre, como la ciudad, como el país y como la mayoría de nosotros. Los bonitos restaurantes de la Condesa no existían (salvo dos), Mazaryk era una calle bonita pero tampoco existía “Polanquito” y la Zona Rosa era lo más “In” de la ciudad, también algunos pedazos de Reforma y los clásicos lugares del Centro Histórico. Entonces, para los sibaritas clase medieros de aquella época sólo nos quedaban las buenas loncherías, los locales selectos de los mercados, los changarros en las carreteras y los cafés de chinos mexicanos.

Ayer visité dos de mis clásicos, el puesto de quesadillas en el mercado de Coyoacán que está en  la puerta 8; ese lugar lo visito desde los 8 años, mi papá lo descubrió en una época que trabajó por ahí cerca dando clases a los choferes de la extinta ruta 100. Íbamos de vez en vez y la señora que sigue atendiendo ahí tenía 3 pequeñas hijas un poco mayores que yo. He visto crecer el lugar y profesionalizarse, las niñas ahora son mujeres y aunque me conocen bien, dudo que recuerden a mi padre que ya nunca se para por ahí.

En la calle de Progreso en la colonia Escandón existe un local en el que se venden pambacitos, en realidad distan mucho de ser los clásicos pambazos bañados en grasa de chorizo, son en realidad unas miniaturas de un peculiar pan hecho de harina frita con una exquisita consistencia, están rellenos de guisos muy sabrosos, este lugar lo conozco desde hace 25 años o más, las señoras que lo atienden se caracterizan por ser mal humoradas y jetonas, pero que importa no voy a verles la cara. Ese lugar lo conocí de la mano de mi madre, que ya casi nunca lo visita, yo mismo tenía 3 años o más de no ir. Es excelente para cenar ahí los viernes o sábados.

Este recuento toma sentido porque como buen heredero comencé a cuestionarme cual sería la herencia para mis hijos ¿qué lugares, entre los muchos que me han dejado, persistirán otros 30 años? Dudo que alguno de ellos quede, sus dueños serán ancianos o muertos para entonces. Mi herencia no puede consistir en un café de la Condesa donde lo único que no cambia son las mesas de hacer inoxidable. Mucho menos un impersonal Starbucks y tampoco alguno de los bonitos restaurantes donde los meseros cambian con mayor frecuencia que los precios o son clausurados cada tres años por el delegado en turno.

Es triste ver como la “modernidad” y el crecimiento económico paulatinamente nos alejan de las personas. Un lugar es clásico se hace clásico cuando se construye una complicidad entre el que paga la cuenta y el que guisa tus recuerdos.