17 enero 2005

Priscila...

Toda historia comienza con un nombre; Priscila es el nombre de la prima de una amiga que tuve en Fundación Telmex, la conocí por oídas, mis cuates me habían comentado que esta amiga tenía un prima muy guapa, yo, obviamente, solicite a dicha amiga propiciar un encuentro; así sucedió. Resultó que la cita fue concertada con aprobación visual de Priscila y el encuentro se realizó durante el festejo de cumpleaños de dicha amiga.

Priscila era una niña que hace cuatro años iba a cumplir 16, en el antro, donde se realizó la cita, ella parecía todo menos una quinceañera: era muy bonita, un cuerpo bien desarrollado y tenía una simple y cándida personalidad. Después del primer encuentro quedamos a comer el fin de semana siguiente; mis habilidades de Don Juan fracasaron ese día, pues era evidente que mi sofisticación le resultó más que aburrida. Ya después de la comida en la Condesa, le invité el postre en mi departamento, sucedió que ya en la plática nos besamos, yo como todo un experimentado Don Juan de 21 años procedí a besarla con experimentada pasión; ¡ohh! gran sorpresa, ella me dio el beso más lindo, tierno e infantil que he recibido en toda mi vida; fue una cubetada de agua helada que me devolvió a la realidad de la sutil pero gran diferencia de edades.
Priscila pasó automáticamente a la historia, definí que las niñas no eran para mí.

Pero el nombre de Priscila trascendió; fue en mi primer semestre en el ITAM una noche camino a periférico por el callejón de Río Hondo cuando vi un pequeño gato blanco que maullaba de miedo y hambre, sentí un gran impulso de adoptarlo, pero cuando lo tomé y caminé hasta periférico los sonidos de estruendo de los autos lo espantaron y huyó. Sucedió que el destino nos tenía esperando otra oportunidad, pues dos días después la escena se repitió; esta vez no dudé de encerrarlo en mi mochila hasta llegar a mi departamento en San Pedro de los Pinos.

Ya en casa lo liberé, por miedo huyó rápido a esconderse bajo el refrigerador y ahí estuvo varias horas, hasta que logré sacarlo, averiguar si era gato o gata y cuando lo supe inmediatamente la bauticé con el nombre de Priscila. Todo el mundo me preguntó por qué le puse ese nombre; mi respuesta era evasiva, pues la verdad es que la gata me inspiró una ternura enorme, su miedo, fragilidad y simpleza me recordaron a aquella adolescente que me enseño que los besos pueden ser tiernos, lindos, tímidos e inseguros; por eso le impuse ese nombre, no por una burla, sino homenaje.

La gatosa Priscila era hermosa, pequeña de ojos verdes, pelaje totalmente blanco, nariz y patas rosadas; delgada y frágil del estómago. Priscila fue mi compañera fiel durante un año y medio, se despedía de mi todas las mañanas sentada en el banco que estaba junto a la puerta de salida; me oía llegar antes de que subiera las escaleras y me esperaba en la puerta, en ocasiones me veía por la ventana y después corría a la puerta para recibirme. El amor por mi gata me hizo superar mi larga alergia a los gatos, las primeras semanas fueron difíciles de superar, pero después ya no tuve ningún malestar; fue algo casi mágico.

Priscila era cautiva de mi, no la dejé salir jamás y eso la hacía muy solitaria, lo hacía porque tenía un miedo enorme a perderla. Ella lo acepto con cierto estoicismo; y creamos un bello vínculo; Priscila se adaptó a mis horarios, cuando yo trabajaba en mi escritorio ella corría a sentarse en mis piernas, cuando no estaba se sentaba en mi silla y dormía por horas, en otras ocasiones se sentaba en mi lugar en mi sofá y a la hora de dormir se acurrucaba en mi cabeza durante el verano y en mi estómago en el invierno.

Priscila era fiel a Alicia, ellas dos se llevaban muy bien y tenían un pacto secreto, cuando yo llegaba a invitar a alguien más que no fuera Alicia al departamento, se comportaba huraña y agresiva, no simpatizó con nadie y yo rechacé propuestas amorosas que condicionaban la salida de Priscila de mi vida; Priscila era tierna sólo con mi mamá y Alicia, también con Tzeitel mi hermana, ninguna otra mujer recibió su aprobación.

Priscila huyó por la ventana en una ocasión, fue una semana muy cruel, yo sentí una enorme tristeza de sentirla perdida, no logré encontrarla y ya cuando me resignaba a haberla perdido una noche bajé a comprar algo a la tienda y ella estaba en la puerta esperando. Fue el momento más feliz que había tenido hasta entonces, la abracé con pasión y enojo, la regañé por haberse ido y la cepillé intensamente porque había vuelto gris. Priscila tenía un gato pretendiente, que la visitaba caminando por el tejado hasta la ventana más cercana; ese mismo gato la acompaño esa noche a la puerta de la casa y luego huyó.

La historia con Priscila tuvo un trágico final, justo cuando regresé a vivir a casa de mi mamá, ella enfermó de la piel, una especie de roña, al principio parecía algo sin importancia, la llevé al veterinario y le tuve que hacer unos lavados y aplicar unas cremas, pero empeoró, se rascaba frenéticamente hasta sangrarse, nuevamente el veterinario recomendó un tratamiento, le rapó las partes dañadas y le recetó inyecciones. Yo ejecuté el tratamiento, la cuidé con mucho amor, pero ella empeoró más, las medicinas le afectaron su ya débil estómago y dejó de comer, calló en hipotermia y cuando la volví a llevar al veterinario ya fue muy tarde, aun cuando se le aplicó suero vía intravenosa no logró superar el cuadro; tuvo un paro cardiaco que logró superar; luego empezó la agonía, estuvo varias horas así hasta que finalmente tuvo otro paro, sufría mucho y no quise que la veterinaria le resucitara nuevamente, pues era sólo prolongar su agonía. Priscila murió en mis brazos, en ese instante yo sentí la impotencia más grande de mi vida, rompí en llanto de dolor y frustración, la tomé entre mis manos por última vez y pedí que la cremaran.

Regresé a casa con la jaula vacía, la jaula que de noches era su cama, aguanté el llanto hasta estar en mi recámara y lloré amargamente por horas. Fue muy triste ese momento, le guardé un largo y triste luto, no quise sustituirla por otro gato y la extrañe muy intensamente por meses.

Ese momento lo retomé con reflexión, pensé que sería perder un hijo, me prometí no tener hijos hasta que tuviese dinero más que suficiente para proveerles todos los medios de salud y bienestar. Hoy en día en mi pared de las cosas a no olvidar está la medalla que tiene su nombre, nunca la usó, porque cuando la compré ella ya estaba enferma. Priscila fue un momento de mi vida, una necesidad emocional, un modo de darle un cariño a un ser que no le daba a nadie más, muchas personas, incluida Alicia sentían una especie de celos respecto a Priscila, mi devoción por ese pequeño animal era muy grande. No sé si eso haya sido por una extraña incapacidad para expresarle eso a algún congénere, o porque en ese momento, como ahora, no existía alguien que me inspirara algo tan intenso, bello y tierno como lo hacía Priscila.

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